sábado, 23 de octubre de 2010

"POESÍA, HISTORIA Y COTIDIANO" POR ANDRÉS MORALES


(Ponencia presentada en el II Seminario de Poesía: “Poesía Hoje” de la Universidad Federal Fluminense y la Universidad del Estado de Río de Janeiro)



                                            
                                                Enfrentarse a la historia es un problema que el poeta resuelve todos los días y cada momento. No se puede ser artista sin situarse frente al pasado, la tradición y el hoy candente. Escribir poesía ha sido siempre  escribir en el tiempo y el poeta (aunque lo ignore a la hora del extraño rapto “de”  y “por” la palabra) está permanentemente atravesado por el presente (lo cotidiano, lo inmediato) y el pasado (la historia, lo mediato). El juego y las múltiples combinatorias que articulan estos dos elementos es parte de la posibilidad de lograr una mirada sobre su época que, aunque no logre ser original (¿y qué es ser original? ¿Salir o volver al/del origen?), al menos interpretará desde su óptica la realidad interna (sus emociones, su pensamiento) y la realidad externa (el mundo, el sentimiento o el espíritu de la época).
                                               Pretender que el poeta está a salvo de lo cotidiano es perder la idea de pertenencia al momento real que todo hombre vive. Pretender que el poeta está desligado de la historia es desnaturalizar su palabra y aislarla del gran contexto -del gran palimpsesto- que es la literatura. Las opciones radicales (que tanto abundaron en los discursos pseudo estéticos de los años 60 y 70) no pueden ser actualmente tomadas en serio. El verdadero poeta es aquel que se desgarra entre lo que fue y lo que es, entre el tiempo en pretérito y el tiempo en presente. Si su vida cambia como en el río de Heráclito, cambia porque el agua es otra y él también es otro. Esa "otredad", ese ser distinto, ese ser cambiante, no es más que la sombra que proyecta la historia (ese ayer deshaciéndose en presente) y el siempre evidente cotidiano (ese hoy deshaciéndose en pasado). No existe, entonces, oposición alguna: la historia y lo cotidiano, el hoy y el ayer, lo inmediato y  lo mediato se cruzan, se tocan, se deshacen el uno en el otro, vaciándose, conteniéndose, entremezclándose.
                                               Una de las posibilidades de vivir en una época donde muchos prejuicios han desaparecido (me refiero a la relación del artista con su época, con la tradición y con la contingencia) es que existe una mayor libertad para poder aceptar y aceptarse como inscrito en la historia[1]. Esta inscripción, que por ningún motivo apunta a una permanencia en la historia en el sentido de la trascendencia en ésta, sino al origen de lo propio entendido como una multiplicidad de fuentes, influjos y tendencias, permite al autor ser parte de la polifonía de la voz de todos los poetas anteriores y  escribir desprejuiciadamente  escogiendo sus puntos de arranque y sus puntos de llegada[2] . Su conexión con una tradición no lo obliga a pertenecer a ella ni menos a asumir sus defectos y errores, por el contrario, su voz puede unirse a lo mejor (o lo que al poeta le interesa) y liberarse de los lastres comprobadamente equívocos. Por otra parte, esta relación con la tradición le facilita reinterpretar retórica o estilísticamente los temas que siempre han sido los más relevantes y decidores de la historia de la poesía, sintiendo, por ejemplo, que entre Homero, Catulo, San Juan de la Cruz, Rimbaud o T.S. Eliot no existen mayores diferencias temáticas, aunque si de estilo. Es como si el tiempo lograra aplanarse, condensarse, ser uno, y todos fueran ese uno: una misma “hidra con cien mil cabezas” que hablan entre sí no como monstruos, sino como gemelos distintos o hermanos opuestos, manteniendo las diferencias que existen en la manera en que el poeta vio, observó y cantó, pero no así frente al problema que el hombre, el artista, debió enfrentar en sus épocas distintas y que, aunque duela reconocerlo abiertamente, fuera de una gruesa capa de barniz superficial, no hacen demasiado distinto al hombre contemporáneo del hombre de la antigüedad.
                                       La libertad de elección, de inscripción y de discurso hace que el poeta en la actualidad pueda reconciliarse de otra manera con la realidad y el hoy inmediato. Si antes el autor podía sentirse desligado, excéntrico o perdido, la relación desprejuiciada con la historia, que hoy se establece sin una normativa canónica, pueden permitirle una mayor perspectiva con el ayer, el hoy y el mañana. Los compromisos estéticos, ideológicos o políticos han perdido, quizás, su gravitación, dejando que el artista pueda, como un navegante de su propio destino, elegir el rumbo de la travesía. No quiero dar a entender aquí que me sumo a la larga lista de filósofos ligth que anuncian el fin de las utopías o la ausencia de ideas que puedan proponer cambios radicales en una sociedad que pareciera enterrar sus sueños, pero si quiero manifestar muy claramente que el poeta ha perdido ese “don romántico” donde su rol de conductor de naciones era, tal vez, determinante y primordial. El discurso poético asociado a la política y al fundamentalismo estético, ha sido dejado felizmente de lado y hoy es posible aseverar que el poeta asume con mayor claridad un discurso ético y un rol que, en palabras de Octavio Paz, está asociado a la memoria, a la historia y a la crítica.
                                               No es fácil admitir que el poeta ha perdido terreno en un protagonismo social que más que emparentarlo con su propio discurso, lo hacía enmarañarse en la retórica del poder, de las prebendas y de la “buena conciencia”. Tampoco es definitivamente agradable aceptar que le ha tocado abandonar esa coraza intelectual que lo hacían autoreferente, hermético, elitista y hasta ininteligible. Aún así, es posible afirmar que el poeta ha descubierto una nueva relación con su pasado y su presente, con la historia y el hoy, con la tradición y su apuesta siempre radical. Esta nueva mirada, esta nueva forma, es sencillamente estableciendo sus fronteras en el terreno de la crítica, de la reflexión y de la ética como espacios propios del artista. La conmoción afectiva o intelectual que un poema realiza (y que siempre debe detonar) se ve acompañada con un “valor” [3]–si es que esta palabra puede usarse con alguna propiedad en la actualidad- que apela justamente a observar detenidamente hacia atrás (la historia), hacia el hoy (la crítica, la ética) y hacia el futuro (el territorio de los sueños). Mi opinión es que, contrariamente a los profetas apocalípticos que presagian la muerte del género poético, la poesía adquiere hoy en día un protagonismo diferente, probablemente no mayor que en el pasado, pero asociado con el pensamiento, la filosofía y la indispensable espiritualidad que siempre ha poseído.
                                               Este “nuevo trato”, esta manera distinta de relacionarse con el hoy no significa, en absoluto, una renuncia a las búsquedas formales que todo poeta siempre ensayará con mayor o menor éxito. Lo que si plantea es una necesaria reunión entre forma y contenido (sin que ninguna de las dos deba ser considerada más importante), donde el poema se instale como una realidad total, como una proposición al lector que debe recepcionarse en su condición de propuesta y no de verdad, pero que apunta en su complejidad y en su finalidad a entregar una obra donde se extreman, hasta la obsesión, el todo y las partes, el continente y el contenido, el tema y el estilo. Este asunto, que más de alguno podría pensar está ya superado por la poesía pura o por la condición especular entre forma y fondo, ha sido uno de los problemas más agudos que el lector ha debido enfrentar desde las vanguardias y que, probablemente, ha alejado con pavor al público que alguna vez tuvo la poesía. E, insisto, no se trata de rechazar el “salto mortal”, la vanguardia, el riesgo; no, por ningún motivo: se trata de cambiar las coordenadas y calibrar con mayor exactitud el juego de la apuesta formal con el decir, nunca frívolo, nunca vacuo, del tema tratado.
                                       Me parece que el desafío se plantea complejo y lleno de maravillosas sorpresas. Que no puede hablarse de un final de siglo, de milenio, de época o como se quiera, que lleva a la poesía hacia el mar de los naufragios. Este necesario cambio de actitud, que debe superar el prejuicio histórico y el  obligado compromiso, la complejidad formal y el simplismo anodino, se erige como una responsabilidad tremendamente acuciante que el poeta no puede eludir ni olvidar. No debe confundirse al poema con el tratado histórico, ni con el manifiesto estético, ni con la proclama partidista, ni menos con el testimonio autobiográfico; el poema aparece, diáfano, como la señal que marca la condensación de las palabras del pasado, la mirada crítica en un hoy tan mediatizado, el inmenso caudal de las formas que han sido y pueden ser, el espacio de la conmoción afectiva, ética, intelectual que en la fuerza de una palabra cargada, entre la realidad y el sueño, entre la idea y la forma, destellen, estallen, seduzcan a un lector ávido por un discurso que no lo considere un “cliente”, un “comprador”, un “objeto pasivo”, sino una parte absolutamente indispensable de la obra de arte, del poema (no sólo de la comunicación) que sin él no existe, no hiere, no llaga.

                                                       Pero, regresando al tema fundamental de este escrito, la relación de la poesía con el hoy, lo cotidiano y la historia, pienso que es necesario precisar algunas ideas que me rondan desde hace tiempo.
                                                       Tal como señalaba más arriba, el poeta no debe sentirse acorralado por estas entelequias que llamamos “historia” y “cotidiano”. Su obra no está arrinconada  entre ambas como una suerte de reflejo de una o de otra. La pretendida libertad que planteo reconquistar, apunta justamente a crear un espacio donde ambos pueden relacionarse con soltura y donde, también, pueden conectarse en ese “tiempo absoluto” (el tiempo del poema, no el real) que sólo las palabras articulan al interior de un texto. La poesía no está obligada a “dar testimonio” de una época –aunque, de alguna forma, desde el lenguaje o desde la óptica del poeta pueda entregarlo- ni menos castigar al lector con una fórmula para entender a su tiempo. La poesía, más que una verdad pontifical, es una pregunta que enlaza con aquellas que todos los seres humanos quisiéramos contestar alguna vez. La “poesía de tesis”, la “poesía de verdades” (muchas veces disfrazada en un simplismo nauseabundo y francamente torpe) sólo apunta a hacernos comulgar con viejas “ruedas de carreta”. El poeta no puede situarse ante la disyuntiva de “tener que dar cuenta” de lo que le rodea: su poesía, su discurso se hará cargo de aquello si es que su imaginario, su verbo, su necesidad  le dicta lo imperioso e impostergable de su aparición. Por otra parte, el poeta tampoco juega, o debe dejarse tentar, con la “inmortalidad”. Su discurso no está escrito en el mármol, en la piedra, en el bronce: su palabra se alarga, crece, respira en la frágil tablilla de cera que esboza el palimpsesto. Nada más terrible que el solemne que quiere pensar en su obra como la interpretación de la historia, o peor, como parte de ella que, necesariamente, atraviesa, encarna o es su propia escritura. La poesía, mucho más libre que todos los poetas, se enseñorea en la historia, toma posesión, o huye hacia el futuro cuando cree que así debe ser. Nada ni nadie puede intentar  encauzarla hacia un destino que, afortunadamente, nadie conoce a cabalidad.
                                               El tiempo absoluto del poema, ese tiempo mítico, es tiempo exclusivo, único que realiza la lectura de un texto poético, es la única relación directa entre  las palabras y el reloj. Es imposible forzar a este tiempo, es inútil tratar de cronometrarlo: su extensión, su paso, su latido es absolutamente otro al de la realidad: es un tiempo virtual, un tiempo inexistente que sólo opera en el poema y donde un minuto puede extenderse diez años y un decenio treinta segundos. Ese es el único tiempo que el poeta realmente conoce: el tiempo interno, el tiempo propio que nada tiene que ver con “el tiempo”, “la época” que el artista vive en la realidad real. La preocupación de todo autor es lograr que el tiempo absoluto, que el tiempo del poema sea efectivo, creíble, casi real: que el lector pueda conmoverse con la creación, la ruptura, el choque o el murmullo de las palabras expuestas, abiertas, desnudas. Todo lo demás es artificio. El secreto del poema (si es que hay alguno, uno o muchos) es justamente producir la seducción a través de coordenadas reconocibles aunque siempre esbozadas, redibujadas y orientadas por el poeta. Ese juego, esa ficción, esa mirada que va de lo real a lo poético (esos espejos enfrentados y complementarios) son parte de la magia que el poema puede descubrir y crear.
                                               El tiempo real, el cotidiano o el histórico, aquel que podemos medir cronológicamente, es sólo un oscuro referente más donde el poema transita acumulado en libros, antologías, periódicos o revistas. Es la señal, la arruga, la marca donde la fecha de nacimiento o muerte, de publicación o de edición son los datos, las notas, el aparato crítico que sólo orienta en unas coordenadas lógicas y entendibles. Mientras que en la poesía el mundo puede  no existir, los barcos navegar en el desierto o los ángeles cenar con los demonios, muchos aún creen que las pistas del poema están en esas fechas, en el tiempo o, peor “en la interpretación del tiempo real” que el artista realiza. Es verdad que tampoco se puede prescindir del tiempo, de los tiempos, de la cotidianidad o de la historia, tal como he dicho más arriba, el poeta está entre ambos, entrecruzado y proyectándose en el trasvasije de uno en otro. Aún así, el esclavizar la poesía a cualquiera de los dos es pretender encadenarla o, más triste todavía, establecer una lógica para lo imposible. La libertad del poema es verdadera y no necesita redentores ni profetas. La conjunción extraña, la iluminación, el acto de escritura, es una realidad que opera en un encabalgamiento único entre el hoy y la historia: las palabras, la lengua, las visiones, el asombro y el deslumbramiento son las huellas, las trazas que apuntan a esa relación indescriptible y de la cual el poeta es un crisol donde confluyen sus fuerzas y reverberaciones. Sin pretender regresar al concepto del poeta como un mago (aunque es una tentación inmensa) el artista es el verbo que conjuga las palabras, que enlaza, conecta, rompe, mezcla o suprime. El poeta es un hacedor con clara conciencia de su intervención (forzada o no) de realidades que dejan de serlo cuando entran en el espacio del poema.
                                       De esta forma, la complicada y atractiva relación del poeta con la historia y lo cotidiano es casi una suerte de espejismo. El artista toma elementos de ambas (a veces, sin saberlo, inconscientemente, pues esos elementos están ya en las palabras), los combina, los transmuta, los altera para así establecer esa otra realidad, ese otro tiempo que es el del poema. La historia y lo cotidiano entran a otra historia y a otro cotidiano donde las leyes del tiempo, de la lógica o de lo reconocible dejan de funcionar en los términos tradicionales. Ambos cambian, se entremezclan, se revelan como objetos diferentes, como piezas de un juego donde el orden final no lo da el poeta, sino el lector.
                                       Historia, cotidiano, tiempo, realidad son todas expresiones que caben dentro de una lógica fuera del poema. Esas mismas palabras, alargadas, extendidas, cortas, inmensas o pequeñas, son siempre otras cuando el texto se despliega, se presenta o se evidencia en los ojos del lector. La descripción de sus manifestaciones, la extrañeza del que las ve como si nunca antes las hubiera conocido, la danza de sentidos que adquieren o pierden o insinúan es precisamente el territorio único e irrepetible que el poema construye desprejuiciadamente y que consigue levantar esa arquitectura extraordinaria que se suele llamar poesía.


                                     Santiago de Chile, octubre de 1999.-





NOTAS:

[1] Aquí  me refiero a la historia como un verdadero “recipiente” de la tradición.


[2] No quiero utilizar el término postmodernidad como una clave mayor en la lectura de este texto, pero si es importante señalar que, aunque no asumo todas las ideas asociadas a ese término, al menos puedo consignar mi deuda.


[3] Me refiero al concepto de “valor” que Paul Valéry asigna a la obra: “ante el impacto de la obra, el consumidor (lector) se convierte en productor del valor de la obra y del ‘valor del ser imaginario que ha llevado a cabo lo que admira’”. En Cambours, Arturo. Teoría y técnica de la creación literaria.  A. Peña Lillo Editor. Buenos Aires, 1966. La cita de Valéry corresponde a su Introducción a la poética. Buenos Aires, 1944.

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