miércoles, 10 de noviembre de 2010

"LA DESCRIPCIÓN DE LA CIUDAD Y SU TIEMPO POR LOS POETAS Y LA POESÍA: EL CASO CHILENO" POR ANDRÉS MORALES

                                               Hablaba sentado en un mármol
                                               que parecía vestigio de un antiguo pórtico;
                                               a la derecha, interminable y desierta la llanura,
                                               a la izquierda, las sombras del monte que bajaban:
                                               “En cualquier parte está el poema...”
                           
                                                                  YORGOS SEFERIS


                                               Hace algunos años, en el XV Congreso Mundial de Poetas de Taipei, en una intervención como ésta, hablé sobre la posición (casi siempre incómoda) del poeta en la sociedad. Hoy, a seis años de esa participación, vuelvo a tomar la palabra y también algunas ideas que expuse en esa oportunidad[1].
                                                    El tema de esta breve intervención es la forma en que los poetas observamos la ciudad y el tiempo presente. Me referiré, en particular, a la visión que, desde el otro costado del mundo, tenemos una parte de los poetas chilenos.
                                               Para nadie será una novedad la idea que los grandes poetas fundadores de nuestra tradición lírica contemporánea, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, fueron extraordinarios admiradores del paisaje americano. Sus obras, desde Poema de Chile hasta Canto General [2], entonan las particularidades, la historia, la geografía y las bellezas del agreste paisaje del nuevo mundo. Aún así, es con la presencia del gran poeta vanguardista Vicente Huidobro, cuando la poesía chilena comienza a encontrar un nuevo derrotero: la ciudad y sus temas, la ciudad y sus monumentos, la ciudad y sus habitantes. Desde Baudelaire, el tema urbano ha sido clave en la poesía occidental, Huidobro, cosmopolita e inquieto, introduce este tópico para nuestra poesía. Hasta con cierto desprecio por la naturaleza, su obra se yergue como una oda permanente al progreso y a los frutos del hombre moderno; a pesar de esto, también advierte sobre los peligros de la soberbia humana (léase su incomparable poema Altazor, “oxígeno invisible de la poesía iberoamericana”, en palabras de Octavio Paz). Su impronta y su peso es incuestionable en la tradición lírica de Chile y, más que eso, fundadora de una nueva manera de ver el mundo [3]. Es, justamente, en esta actitud desprejuiciada y al mismo tiempo pionera que Huidobro sienta las bases para la poesía moderna en nuestro continente. En Chile, es posible hablar de un “antes y después” del creacionismo, de un “antes y después” de Vicente Huidobro. Siguiendo su ejemplo, los autores que lo sucedan, los poetas de la llamada generación de 1938, serán los encargados de continuar una poesía que, a través de su descripción y crítica urbana van a enfrentar los grandes problemas de las sociedades latinoamericanas, interviniendo, a veces, con mucha pasión, en polémicas políticas y hasta sociales. Libros como La miseria del hombre de Gonzalo Rojas o Venus en el pudridero de Eduardo Anguita serán paradigmáticos para entender cómo los escritores chilenos empiezan a cuestionarse su rol como “animales urbanos” y también como autores críticos en tiempos históricamente difíciles donde la pobreza y el desarrollo aún convivían escandalosamente.
                                               Es con la aparición de la generación de 1950 (o del ’57) [4] cuando surge la voz de uno de los poetas más importantes de la poesía chilena de los últimos años: Enrique Lihn. Su obra poética (en libros tan memorables como La pieza oscura, La musiquilla de las pobres esferas, A partir de Manhattan, El Paseo Ahumada o Diario de Muerte) es precisamente un compendio de las tragicomedias del hombre urbano de la actualidad. Su hablante irascible, nervioso (hasta neurótico, diría yo), inmerso en un caos que ni entiende ni lo entiende, en un mundo que ama y aborrece es un ejemplo paradigmático de lo que el hombre vive, sufre y sobrevive en el mundo de hoy.
                                               El ejemplo de Lihn será seguido por muchos otros poetas posteriores: aquellos de la generación del ‘60 (o de 1972), del ‘80 (o de 1987) y hasta los novísimos del ’90 (o del 2002). Todos ellos –deudores de Huidobro, del Neruda de Residencia en la tierra, de Rojas y de Anguita, entre otros- continuarán la idea de que el hombre actual es, sin duda, el hombre de la metrópolis; que aquellas visiones utópicas, “withmanianas” del continente americano han tocado su fin para entrar de lleno en lo que ha sido el siglo XX y probablemente será el siglo XXI: una época de ciudades y de angustias citadinas.
                                               La última poesía chilena, la del  ayer inmediato o del actualísimo hoy  (correspondiente, más que a las generaciones a las promociones del ’80 y del ’90[5]) desarrolla aún más los principios esbozados por sus antecesores. No se puede entender a la poesía de mi país si no la dividimos, al menos, en dos grandes grupos que podrían separarse según la procedencia de cada uno:

a. la poesía de las ciudades y

b. la poesía del sur (con sus variantes lárica y étnica o mapuche).

                                                La primera es la escrita en los centros urbanos de Santiago, Valparaíso y Concepción; la segunda, aquella que pertenece a ciudades más pequeñas (o al valiente y sacrificado pueblo mapuche que recién hoy puede escribir en su lengua [6].
                                               De la poesía urbana, tema de este trabajo, es posible afirmar muchas cosas. En primer lugar, que se trata de una línea temática que ha dado testimonio de los avatares de nuestra historia (la esperanza frustrada de Salvador Allende, la tragedia del golpe militar y la dictadura, la esperanza y la desesperanza de la democracia recuperada). Por esta misma razón, junto a libros de inmenso valor como La ciudad de Gonzalo Millán o Zonas de Peligro de Tomás Harris, es posible encontrar una literatura que sólo “dió cuenta” de un fenómeno histórico, pero que no se aventuró a disquisiciones estéticas que hubiesen permitido su supervivencia o, mejor, una visión de mundo más reflexiva y, por ende, literaria. Por otra parte, es una poesía que se aventura en el conocimiento de otras tradiciones, de otras literaturas, de autores en otras lenguas. El cosmopolitismo de esta poesía le permite dialogar tanto con los poetas hispanoamericanos como con T. S. Eliot, Ezra Pound, Odiseo Elytis o Anna Ajmatova. En este sentido, puede hablarse de una sana renovación que permite a estas promociones abrir su horizonte de miradas no sólo a lo nacional, lo regional o continental, sino a todas aquellas manifestaciones literarias que, de una u otra forma, han ido modificando el paisaje estético de la poesía. Otra característica importante es su libertad para asimilar posturas neovanguardistas. La poesía escrita en las ciudades da cuenta del paso y de las vicisitudes de la modernidad: de sus fisuras y hallazgos, de sus teorías y sus despropósitos... Juan Luis Martínez o Juan Cameron son excelentes ejemplos de una poesía que no se ha cerrado a cuanto ocurre afuera, aunque también ha realizado importantes aportes [7]. Desde esta línea (poesía urbana ® poesía neovanguardista) ha aparecido una interesante propuesta desde donde derivará buena parte de lo último escrito en Chile en el reino de la poesía. Me refiero a la poesía metapoética que se nutre (como en un palimpsesto [8]) de múltiples fuentes literarias -por supuesto sin olvidar a la realidad como un indispensable referente- y que, libre totalmente de prejuicios (alguno dirá que en una “clara opción postmodernista”) puede integrar la riqueza de la tradición, la apuesta de la postvanguardia y la mirada libre del que utiliza instrumentos, métodos, estilos y temas que, en ningún caso, habrán de condicionar la escritura de quien los utiliza.
                                               Esta poesía “metapoética” es, quizá, la respuesta al discursos cansado (y cansador) de varias generaciones de poetas que lucharon políticamente con (y desde) la poesía. Como afirmé más arriba, poco es lo que queda de sus obras. Lo que sí ha sobrevivido (y sin duda ha aportado un impulso interesante desde el romanticismo hasta nuestros días) es la pasión que esos textos intentaban transmitir. La poesía metapoética (que jamás se funda sólo en lo literario o en lo “literatoso”, sino que avanza siempre hacia la unión entre vida y obra, entre tradición, historia y experiencia [9]) ha logrado traspasar la barrera esclavizante de una poesía que “siempre” –o casi siempre- debía entregar un mensaje que pudiese transformar la realidad. Ha roto con la fiebre del coloquialismo (sin que por esto no utilice esa idea, en el sentido expresado por T. S. Eliot) y ha abandonado, por fin, esa vocación totalizadora de transformarse en la voz de aquellos que no hablan o no pueden hablar (pienso en los estremecedores y hermosísimos versos del Neruda de Canto General). Por último, es una poesía que no necesita ni debe dar explicaciones por su vinculación con el discurso de otros y que asume ese discurso como propio  sumando su voz a la gran poesía de su tiempo.
                                                        Pero el escenario de esta poesía ha de ser el escenario de su tiempo. Mucho ha cambiado en el mundo desde la poesía bucólica  o desde el intento por reconstruir espacios míticos inexistentes. El espacio lógico para estas obras es el espacio de la ciudades. No sólo porque el hombre ha abandonado el ámbito rural por el urbano (problema decimonónico y de principios del siglo XX), sino porque hoy es la ciudad el referente más potente de la cultura actual. Como en la época de la Grecia clásica, las ciudades (o polis) se han transformado en los centros, en los ejes, en los puntos de encuentro por donde gravita la mayor parte de la existencia. Y no serán estas páginas las que juzguen si esto es acertado o se trata de un error más de nuestra civilización, pero, desde luego, es un hecho que, a la luz de las megápolis como Ciudad de México, Beijing o Calcuta, no puede soslayarse por ningún motivo. La poesía, entonces, ha de enfrentar este asunto y, más que eso, ha de “insertarse” (al igual que lo hace en la literatura de otros como metaliteratura o metapoesía) en ese mundo concreto. En Chile, tanto los poetas de mi generación (del ’80 [10]) como los novísimos de los ’90 [11] son autores urbanos casi ciento por ciento. Sus temas, sus obsesiones, sus preocupaciones, todo su discurso está empapado por la referencialidad urbana. Temas clásicos como el amor y la muerte adoptarán la máscara y el rostro del escenario citadino. Las “anécdotas” del poema se teñirán con la luminosidad u oscuridad de las calles de Santiago, Valparaíso o Concepción.
                                               Y esto no invalida la poesía de inspiración más rural (como la poesía “lárica” de Jorge Teillier y sus seguidores o la poesía étnica o del pueblo mapuche), por el contrario, una parte de esta poesía que aquí he llamado “del sur”, da cuenta también de la dolorosa transmigración hacia las ciudades. En este sentido, la poesía chilena goza de una rica diversidad que no niega ni la pureza de las búsquedas –por distintas y hasta opuestas que éstas sean- ni tampoco la posibilidad de construir una obra híbrida que de cuenta de fenómenos tan particulares como la pérdida del origen, la adopción de la modernidad y la transculturación forzada o voluntaria.
                                               Otra característica de la poesía chilena urbana (y. por tanto de la metapoética) es su resistencia a la imposición de modelos culturales en boga o al uso. No existe un enfrentamiento en términos exactos, pero sí una necesidad de plantear la diferencia ante un mundo que, a través de algunos pensadores y medios de comunicación de masas, intenta convencernos de que la globalización existe y no es el aplastamiento de las culturas locales por una supuesta cultura (que más que universal es norteamericana) donde la estupidez y el mal gusto son su definición casi monótona. Si la poesía urbana es cosmopolita lo es en el reconocimiento de la diferencia y en la sensible apertura por encontrar una vocación común que apunte más al espíritu del humanismo que a la moda del hoy inmediato. Tampoco se trata de construir ficticiamente una cultura local, sino de instalar esa cultura junto a otras donde el fenómeno de la dominancia pueda quedar sanamente descartado. Este asunto ha de ser un tópico fundamental para la escritura de una buena parte de las obras poéticas de todos nosotros y, en particular de los poetas de aquellos países que, como el mío, existen en la periferia, en el margen, en los extramuros de los centros del poder [12].
                                           El tema de las ciudades y la poesía es un asunto que aún no puede darse por terminado. Tanto en mi país como en todo el mundo, no me cabe duda que será materia de reflexión y escritura por muchos años más. Tal vez, lo más interesante no es preguntarnos por qué la poesía de hoy tiene su morada en el ámbito de la ciudad. El desafío mayor es comprender, leer y hasta imaginar cómo la poesía habrá de cambiar ese paisaje urbano para hacerlo mas habitable. La respuesta, estoy seguro, está en las propias palabras del poeta, en la construcción, en la crítica, en la afectividad, en la reflexión, en la apuesta de quien nunca está satisfecho con su experiencia vital. La poesía, me parece, no puede ser una afirmación vociferada, por el contrario, creo que la poesía ha de ser ese firme canto que celebra y especula, pero que, por sobre todo, pregunta.




NOTAS:

[1] Ponencia para el XX World Congress of Poets, Thessaloniki, Grecia, septiembre de 2000.

[2] Libro que ha sido bellísimamente musicalizado aquí en Grecia por el compositor Mikis Theodorakis.
[3] Sin olvidar, por supuesto, su aporte personal a la vanguardia que él mismo denominó como creacionismo y que para muchos críticos europeos corresponde al cubismo literario.
[4] Es importante señalar que existen otro notabilísimos poetas en esta generación que, de una u otra forma, también abordarán el tema de la ciudad como un eje central de sus poéticas. Me refiero especialmente a Miguel Arteche, Armando Uribe, David Rosenmann, Stella Díaz Varín y Jorge Teillier, entre otros.
[5] Es increíble constatar que en mi país surgen promociones poéticas cada diez años. Casi es imposible hablar de generaciones, pues desde los años sesenta hasta la actualidad, se han sucedido cientos de poetas agrupados más por décadas que por el antiguo concepto generacional.
[6] Sólo desde las décadas del 70 y 80, y luego de un gran esfuerzo de lingüistas y antropólogos tanto indígenas como no indígenas se ha logrado estandarizar la lengua mapudungún (del pueblo mapuche). Recién entonces se ha desarrollado –paralelamente a la rica y antigua tradición oral- la escritura de poetas mapuches tan notables como Elicura Chihuailaf, Leonel Lienlaf o Jaime Huenún, entre muchos otros.
[7] Sin olvidar las enseñanzas de la poesía concreta o de la obra de Francis Ponge, por ejemplo.
[8] Pienso en la idea de palimpsesto que Borges usaba para entender la intrincada red de influjos en un autor y de cómo su propia obra se “instala” en la tradición de su lengua, de su tiempo, de su género.
[9] Entendiendo como experiencia la experiencia vital y la experiencia literaria.
[10] Pienso en autores como Diego Maquieira, Teresa Calderón, Arturo Fontaine Talavera, Carlos Decap, José María Memet, Tomás Harris, Rodrigo Lira, Gonzalo Contreras, Carlos Cociña,  Armando Rubio y en mi propia obra.
[11] Jóvenes autores como Germán Carrasco, Alejandra Del Río, Javier Bello, Cristián Gómez, Germán Carrasco y otros que ya han ocupado un destacado espacio en la “geografía poética” de Chile.
[12] Y si hablo de poder me refiero concretamente a los peligrosos intentos de muchos por hacer prevalecer “su” idea de mundo por sobre todas las otras posibles.

No hay comentarios:

Publicar un comentario