viernes, 12 de noviembre de 2010

"TRAGEDIA Y COMEDIA EN EL HUMOR DE LA POESÍA" POR ANDRÉS MORALES



                                                                    Para Alejandra  Rangel,
                                                con el infinito agradecimiento
                                                                                  por este Monterrey intenso.


                                         Hablar del humor (o de la risa) en la poesía actual puede ser casi un chiste cruel [1]. La escritura poética de nuestros días adolece de muchos males y uno de los más grandes, a mi entender, es el facilismo con que ésta tiende a mover hacia la risa, la carcajada o a la mueca cómplice del lector. Sin duda alguna, las vanguardias históricas y, posteriormente, la antipoesía de Nicanor Parra (al menos en mi país) consiguieron borrar el rictus solemne de buena parte de la poesía en ese entonces aún inmersa en el tardío romanticismo o en el triunfal modernismo decadente. Es absolutamente indispensable mostrar nuestro agradecimiento a Vicente Huidobro, a Oliverio Girondo e incluso a Jorge Luis Borges como figuras que consiguieron desterrar la imagen de la lírica como el espacio del dolor, del llanto o la agonía en buena parte de la poesía del Cono Sur. Lo mismo a Parra, quien con sus revolucionarios Poemas y Antipoemas acabó con los últimos estertores del poeta ensimismado en su torre de marfil o del otro omnívoro cantor de todo lo creado [2].
                                      Pero los tiempos han cambiado (¿han cambiado?) o quizás, yo quiero que estos cambien, y la poesía  puede decirse que sufre la peste de la risa liviana y del chiste barato. No es que la poesía esté enferma –sería fácil proclamarlo- pero sí hay que señalar que es posible  diagnosticarle una fiebre bastante perniciosa, contagiosa y hasta peligrosa (la rima es muy consciente). La moda de la antipoesía, del chiste para desorientar, o del artefacto gracioso [3] ha persistido treinta años después de su nacimiento en buena parte de la poesía del sur del mundo. Si a eso se agrega el cultivo de una lírica insulsa, de afiche kitsh o de enamorados cursis, el panorama deja de ser divertido [4]. En este sentido, pareciera que el poeta quiere recuperar ese espacio amniótico de la felicidad tonta, olvidando donde está parado y qué pasa en el mundo donde vive.
                                      Intentando desbrozar la maleza de este mal, es posible especular sobre algunas cosas que, me parecen deben ser tenidas en cuenta, más que como una solución salvadora (algo que no pretendo entregar en lo absoluto), como una serie de ideas y problemas que alcanzo a ver desde el ejercicio de la escritura poética.
                                De esta forma y como primer asunto, creo que puede pensarse en que la realidad dicta buena parte de lo que se escribe. Desde luego la poesía no es “esclava de la realidad”, pero su tono, su estilo y su temple vienen dados por lo que el poeta vive, intuye y cree de esa realidad (aceptando, desde luego, el insoslayable y gran papel que tiene la imaginación). La realidad actual no mueve a risa. Otra cosa es que queramos tapar el sol con un dedo y no ver lo que está allí, a la vuelta de la esquina. Nos han querido hacer creer que el mundo progresa vertiginosamente hacia un futuro esplendor y hacia la riqueza democrática. Falso. Ese mundo no existe, no existió, tal vez no exista nunca. Cuando más soberbios nos mostramos, cuando más creemos haber dominado la naturaleza (y no me refiero a la naturaleza humana), cuando enseñamos nuestros logros como una colección de maravillas de un dudoso museo del mal gusto, es cuando más debemos pensar en que ni las guerras, ni las pestes, ni el hambre, ni la injusticia han dejado de existir, trágicamente. La amenaza del desastre ecológico, de una guerra nuclear que puede iniciarse por egoísmos de pequeños países, del sida y del rebrote de la tuberculosis, del agujero inmenso de la capa de ozono, de la pobreza intelectual generalizada, de la estulticia como religión y de la miseria como mal que aún martiriza a buena parte de la población mundial, no son asuntos que puedan tomarse a la ligera. Y no es que alce mi voz contra el humor, pero ese humor ha de ser encaminado, a mi parecer, con el sabio consejo de la ironía. Más que una poesía de la risa prefiero otra de la sonrisa. Más que del humor, de la ironía. Creo que la ironía tiene un lugar extraordinariamente importante en la poesía del hoy –y del mañana-: la mirada inteligente (del autor, del lector) está en ese intenso parpadeo que sólo la buena ironía puede conseguir. La gran literatura del humor, pienso en Rabelais, pienso en Quevedo, pienso en Cervantes, se realiza, crece, juega con la ironía más que con el chiste barato. Si Quevedo puede ser procaz, jamás es vulgar. Su hiriente ingenio nos hace pensar, sonreír, pensar, hasta reír. El problema es que la poesía actual ha olvidado ese “pensar” que está entre la sonrisa y la risa; pareciera que el objetivo es hacer reír, reír y reír a costa del uso de las procacidades más abyectas o de un lenguaje que, con la excusa de ser “coloquialista” ha perdido la brújula y el sentido de su derrotero. Insisto, no estoy contra el humor, pero el abuso de éste puede hacer que la comedia se transforme en tragedia y que a costa de la risa el envoltorio sea más importante que el contenido (asunto más que preocupante no sólo en la literatura, sino en general en todo aquel arte que suele clasificarse como “postmodernista” y que de postmodernista solo tiene el adjetivo, pues no conoce, ni sabe por dónde ir o qué entregar). Este problema es, sin lugar a dudas, un tópico que debería considerarse a la hora de “elevar a los altares” a autores que poco o nada aportan a la intensidad del género y, digo esto, aunque el público celebre estos textos con vítores y aplausos que no salvarán a aquella poesía de envejecer tan prematuramente como el último chiste  de moda.
                                               A manera de ejemplo, es importante señalar que existen algunos autores, actuales y vivos, que ejercen la ironía con sabiduría y acierto. Entre algunos cuantos destacables puedo nombrar a Eduardo Espina de Uruguay, a Daniel Freidemberg y Daniel Somoilovich de Argentina, a Teresa Calderón y Carmen Gloria Berríos de Chile o a un buen número de jóvenes poetas de las últimas promociones de mi país. Estos autores han huido de lo vulgar, de lo tonto, de lo cómico para internarse en lo agridulce de la ironía, de la discusión, del diálogo que busca un lector inteligente que no siempre es capaz de asentir, aunque sonría –sin guiños prefabricados- ante la agudeza y la crítica que le provoca esta poesía. Esto comprueba, a todas luces, que no necesariamente debe regresarse a un tono trágico o solemne, sino que, perfectamente, pueden coexistir una poesía de lo irónico junto a una poesía de lo dramático. En esa misma línea la idea de lo cómico, de la comedia, de lo humorístico nunca ha dejado su condición de género menor cuando sólo apela a la carcajada. El gran salto hacia el género mayor lo da, precisamente, el uso de la ironía, pero de una ironía, como dije, adobada por la crítica.
                                      Ahí está entonces el sentido último que, en segunda instancia, me parece debe considerarse a la hora de la utilización de la ironía: la crítica. No puedo entender una poesía autocomplaciente, satisfecha, obesa de sí misma y del mundo. Por el contrario, creo que, si existe alguna pista sobre lo que el poeta  ha de hacer, o, mejor, proponer en el ejercicio poético, es, justamente mover a la reflexión y a la conmoción a través de la relativización de su entorno, de su mundo, de su tiempo. Pobre de la poesía que sólo disfraza, maquilla o se mimetiza con lo que, ya más que comprobado, hace fácil el camino al lector. Y no se trata de complicar el asunto, no. Se trata de proponer con la inteligencia y de conmover con la pasión aquello que parece dormido, o muerto u olvidado. Creer que los lectores son todos idiotas es elevar a la categoría de sublime la idiotez del que lo cree. Los mejores lectores son aquellos que se sienten desafiados, seducidos o atrapados en la fina malla de ideas y emociones que la buena poesía es capaz de desplegar ante los vivos ojos de aquel que quiere o no quiere creer lo que está leyendo.
                                               Si se ha de construir un universo poético con la fuerza de la ironía, ésta debe acompañarse con la reflexión, primero, la especulación, después, y con la proposición (al final) de lo que el poeta piensa debe mirarse desde otro punto de vista en el vasto territorio de la poesía. El mundo dejó de ser el espacio del asombro (aunque a veces puede asombrar hasta al más incrédulo) para transformarse en el ámbito de los desastres (al menos así lo veo yo). Por supuesto, ningún poeta quiere que sus lectores acaben con una depresión incurable o, peor, en el definitivo suicidio, pero no puedo entender una poesía que rehuya los temas más importantes e inmediatos en pos de una mirada light que todo lo banaliza. La poesía, a mi entender, debe ser, hoy por hoy,  uno de los últimos reductos (y casi el único) donde nadie teme a la fuerza de las emociones o a la fuerza del pensamiento. Que no sea responsabilidad del poeta hacer creer que hemos llegado a la maravilla prodigiosa de la utopía concluida. Por ningún motivo. Como el mundo no ha acabado (y es de esperar que no acabe, al menos, pronto) la poesía siempre tendrá motivos para dialogar sobre lo presente, imaginar sobre lo futuro, cuestionar el pasado y lo por venir y proponer visiones diferentes que huyan siempre de la concesión o de las prebendas que una buena carcajada puede obtener del poder y de sus defensores. La mayor subversión es aquella que nos hace crear universos distintos, realidades desconocidas, mundos inexplorados. La carcajada es sólo un acto reflejo que no logra plasmar más que el estentóreo ruido de un mundo colapsado por la contaminación acústica. La ironía, la crítica, el verdadero humor (entendiendo que existen buenos y malos humores) radica en el espacio del silencio o del canto verdadero que busca la armonía. Como diría el gran Juan Ramón Jiménez refiriéndose a la poesía y a su relación con la realidad más evidente: “el estrépito encoje el canto agranda”. Que la poesía, víctima de esta “peste pasajera”, no sucumba ante el delirio febril de la estulticia, de la superficialidad, del falso humor de los hipnotizadores de turno.
                                              
                                                                 



NOTAS:

[1] Texto leído en el “Quinto Encuentro de Escritores de Monterrey”, Monterrey,  México, septiembre de 2000.

[2] Me refiero esencialmente a aquellos seguidores de una vanguardia a ultranza, de la cual sólo leían la frase huidobreana “el poeta es un pequeño dios” o de aquellos que veían en el fervor acumulativo y adánico de Neruda la alternativa para hacer una poesía profética y hasta casi religiosa.

[3] Claramente me refiero a la antipoesía. No a Nicanor Parra, quien halló su camino recorriéndolo acertadamente, sino a sus trasnochados seguidores que han “infectado” el panorama de la lírica en Chile, Argentina y otros países de Sudamérica.

[4] La alusión es clara a una buena parte de la poesía de Mario Benedetti y sus seguidores.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

"LA DESCRIPCIÓN DE LA CIUDAD Y SU TIEMPO POR LOS POETAS Y LA POESÍA: EL CASO CHILENO" POR ANDRÉS MORALES

                                               Hablaba sentado en un mármol
                                               que parecía vestigio de un antiguo pórtico;
                                               a la derecha, interminable y desierta la llanura,
                                               a la izquierda, las sombras del monte que bajaban:
                                               “En cualquier parte está el poema...”
                           
                                                                  YORGOS SEFERIS


                                               Hace algunos años, en el XV Congreso Mundial de Poetas de Taipei, en una intervención como ésta, hablé sobre la posición (casi siempre incómoda) del poeta en la sociedad. Hoy, a seis años de esa participación, vuelvo a tomar la palabra y también algunas ideas que expuse en esa oportunidad[1].
                                                    El tema de esta breve intervención es la forma en que los poetas observamos la ciudad y el tiempo presente. Me referiré, en particular, a la visión que, desde el otro costado del mundo, tenemos una parte de los poetas chilenos.
                                               Para nadie será una novedad la idea que los grandes poetas fundadores de nuestra tradición lírica contemporánea, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, fueron extraordinarios admiradores del paisaje americano. Sus obras, desde Poema de Chile hasta Canto General [2], entonan las particularidades, la historia, la geografía y las bellezas del agreste paisaje del nuevo mundo. Aún así, es con la presencia del gran poeta vanguardista Vicente Huidobro, cuando la poesía chilena comienza a encontrar un nuevo derrotero: la ciudad y sus temas, la ciudad y sus monumentos, la ciudad y sus habitantes. Desde Baudelaire, el tema urbano ha sido clave en la poesía occidental, Huidobro, cosmopolita e inquieto, introduce este tópico para nuestra poesía. Hasta con cierto desprecio por la naturaleza, su obra se yergue como una oda permanente al progreso y a los frutos del hombre moderno; a pesar de esto, también advierte sobre los peligros de la soberbia humana (léase su incomparable poema Altazor, “oxígeno invisible de la poesía iberoamericana”, en palabras de Octavio Paz). Su impronta y su peso es incuestionable en la tradición lírica de Chile y, más que eso, fundadora de una nueva manera de ver el mundo [3]. Es, justamente, en esta actitud desprejuiciada y al mismo tiempo pionera que Huidobro sienta las bases para la poesía moderna en nuestro continente. En Chile, es posible hablar de un “antes y después” del creacionismo, de un “antes y después” de Vicente Huidobro. Siguiendo su ejemplo, los autores que lo sucedan, los poetas de la llamada generación de 1938, serán los encargados de continuar una poesía que, a través de su descripción y crítica urbana van a enfrentar los grandes problemas de las sociedades latinoamericanas, interviniendo, a veces, con mucha pasión, en polémicas políticas y hasta sociales. Libros como La miseria del hombre de Gonzalo Rojas o Venus en el pudridero de Eduardo Anguita serán paradigmáticos para entender cómo los escritores chilenos empiezan a cuestionarse su rol como “animales urbanos” y también como autores críticos en tiempos históricamente difíciles donde la pobreza y el desarrollo aún convivían escandalosamente.
                                               Es con la aparición de la generación de 1950 (o del ’57) [4] cuando surge la voz de uno de los poetas más importantes de la poesía chilena de los últimos años: Enrique Lihn. Su obra poética (en libros tan memorables como La pieza oscura, La musiquilla de las pobres esferas, A partir de Manhattan, El Paseo Ahumada o Diario de Muerte) es precisamente un compendio de las tragicomedias del hombre urbano de la actualidad. Su hablante irascible, nervioso (hasta neurótico, diría yo), inmerso en un caos que ni entiende ni lo entiende, en un mundo que ama y aborrece es un ejemplo paradigmático de lo que el hombre vive, sufre y sobrevive en el mundo de hoy.
                                               El ejemplo de Lihn será seguido por muchos otros poetas posteriores: aquellos de la generación del ‘60 (o de 1972), del ‘80 (o de 1987) y hasta los novísimos del ’90 (o del 2002). Todos ellos –deudores de Huidobro, del Neruda de Residencia en la tierra, de Rojas y de Anguita, entre otros- continuarán la idea de que el hombre actual es, sin duda, el hombre de la metrópolis; que aquellas visiones utópicas, “withmanianas” del continente americano han tocado su fin para entrar de lleno en lo que ha sido el siglo XX y probablemente será el siglo XXI: una época de ciudades y de angustias citadinas.
                                               La última poesía chilena, la del  ayer inmediato o del actualísimo hoy  (correspondiente, más que a las generaciones a las promociones del ’80 y del ’90[5]) desarrolla aún más los principios esbozados por sus antecesores. No se puede entender a la poesía de mi país si no la dividimos, al menos, en dos grandes grupos que podrían separarse según la procedencia de cada uno:

a. la poesía de las ciudades y

b. la poesía del sur (con sus variantes lárica y étnica o mapuche).

                                                La primera es la escrita en los centros urbanos de Santiago, Valparaíso y Concepción; la segunda, aquella que pertenece a ciudades más pequeñas (o al valiente y sacrificado pueblo mapuche que recién hoy puede escribir en su lengua [6].
                                               De la poesía urbana, tema de este trabajo, es posible afirmar muchas cosas. En primer lugar, que se trata de una línea temática que ha dado testimonio de los avatares de nuestra historia (la esperanza frustrada de Salvador Allende, la tragedia del golpe militar y la dictadura, la esperanza y la desesperanza de la democracia recuperada). Por esta misma razón, junto a libros de inmenso valor como La ciudad de Gonzalo Millán o Zonas de Peligro de Tomás Harris, es posible encontrar una literatura que sólo “dió cuenta” de un fenómeno histórico, pero que no se aventuró a disquisiciones estéticas que hubiesen permitido su supervivencia o, mejor, una visión de mundo más reflexiva y, por ende, literaria. Por otra parte, es una poesía que se aventura en el conocimiento de otras tradiciones, de otras literaturas, de autores en otras lenguas. El cosmopolitismo de esta poesía le permite dialogar tanto con los poetas hispanoamericanos como con T. S. Eliot, Ezra Pound, Odiseo Elytis o Anna Ajmatova. En este sentido, puede hablarse de una sana renovación que permite a estas promociones abrir su horizonte de miradas no sólo a lo nacional, lo regional o continental, sino a todas aquellas manifestaciones literarias que, de una u otra forma, han ido modificando el paisaje estético de la poesía. Otra característica importante es su libertad para asimilar posturas neovanguardistas. La poesía escrita en las ciudades da cuenta del paso y de las vicisitudes de la modernidad: de sus fisuras y hallazgos, de sus teorías y sus despropósitos... Juan Luis Martínez o Juan Cameron son excelentes ejemplos de una poesía que no se ha cerrado a cuanto ocurre afuera, aunque también ha realizado importantes aportes [7]. Desde esta línea (poesía urbana ® poesía neovanguardista) ha aparecido una interesante propuesta desde donde derivará buena parte de lo último escrito en Chile en el reino de la poesía. Me refiero a la poesía metapoética que se nutre (como en un palimpsesto [8]) de múltiples fuentes literarias -por supuesto sin olvidar a la realidad como un indispensable referente- y que, libre totalmente de prejuicios (alguno dirá que en una “clara opción postmodernista”) puede integrar la riqueza de la tradición, la apuesta de la postvanguardia y la mirada libre del que utiliza instrumentos, métodos, estilos y temas que, en ningún caso, habrán de condicionar la escritura de quien los utiliza.
                                               Esta poesía “metapoética” es, quizá, la respuesta al discursos cansado (y cansador) de varias generaciones de poetas que lucharon políticamente con (y desde) la poesía. Como afirmé más arriba, poco es lo que queda de sus obras. Lo que sí ha sobrevivido (y sin duda ha aportado un impulso interesante desde el romanticismo hasta nuestros días) es la pasión que esos textos intentaban transmitir. La poesía metapoética (que jamás se funda sólo en lo literario o en lo “literatoso”, sino que avanza siempre hacia la unión entre vida y obra, entre tradición, historia y experiencia [9]) ha logrado traspasar la barrera esclavizante de una poesía que “siempre” –o casi siempre- debía entregar un mensaje que pudiese transformar la realidad. Ha roto con la fiebre del coloquialismo (sin que por esto no utilice esa idea, en el sentido expresado por T. S. Eliot) y ha abandonado, por fin, esa vocación totalizadora de transformarse en la voz de aquellos que no hablan o no pueden hablar (pienso en los estremecedores y hermosísimos versos del Neruda de Canto General). Por último, es una poesía que no necesita ni debe dar explicaciones por su vinculación con el discurso de otros y que asume ese discurso como propio  sumando su voz a la gran poesía de su tiempo.
                                                        Pero el escenario de esta poesía ha de ser el escenario de su tiempo. Mucho ha cambiado en el mundo desde la poesía bucólica  o desde el intento por reconstruir espacios míticos inexistentes. El espacio lógico para estas obras es el espacio de la ciudades. No sólo porque el hombre ha abandonado el ámbito rural por el urbano (problema decimonónico y de principios del siglo XX), sino porque hoy es la ciudad el referente más potente de la cultura actual. Como en la época de la Grecia clásica, las ciudades (o polis) se han transformado en los centros, en los ejes, en los puntos de encuentro por donde gravita la mayor parte de la existencia. Y no serán estas páginas las que juzguen si esto es acertado o se trata de un error más de nuestra civilización, pero, desde luego, es un hecho que, a la luz de las megápolis como Ciudad de México, Beijing o Calcuta, no puede soslayarse por ningún motivo. La poesía, entonces, ha de enfrentar este asunto y, más que eso, ha de “insertarse” (al igual que lo hace en la literatura de otros como metaliteratura o metapoesía) en ese mundo concreto. En Chile, tanto los poetas de mi generación (del ’80 [10]) como los novísimos de los ’90 [11] son autores urbanos casi ciento por ciento. Sus temas, sus obsesiones, sus preocupaciones, todo su discurso está empapado por la referencialidad urbana. Temas clásicos como el amor y la muerte adoptarán la máscara y el rostro del escenario citadino. Las “anécdotas” del poema se teñirán con la luminosidad u oscuridad de las calles de Santiago, Valparaíso o Concepción.
                                               Y esto no invalida la poesía de inspiración más rural (como la poesía “lárica” de Jorge Teillier y sus seguidores o la poesía étnica o del pueblo mapuche), por el contrario, una parte de esta poesía que aquí he llamado “del sur”, da cuenta también de la dolorosa transmigración hacia las ciudades. En este sentido, la poesía chilena goza de una rica diversidad que no niega ni la pureza de las búsquedas –por distintas y hasta opuestas que éstas sean- ni tampoco la posibilidad de construir una obra híbrida que de cuenta de fenómenos tan particulares como la pérdida del origen, la adopción de la modernidad y la transculturación forzada o voluntaria.
                                               Otra característica de la poesía chilena urbana (y. por tanto de la metapoética) es su resistencia a la imposición de modelos culturales en boga o al uso. No existe un enfrentamiento en términos exactos, pero sí una necesidad de plantear la diferencia ante un mundo que, a través de algunos pensadores y medios de comunicación de masas, intenta convencernos de que la globalización existe y no es el aplastamiento de las culturas locales por una supuesta cultura (que más que universal es norteamericana) donde la estupidez y el mal gusto son su definición casi monótona. Si la poesía urbana es cosmopolita lo es en el reconocimiento de la diferencia y en la sensible apertura por encontrar una vocación común que apunte más al espíritu del humanismo que a la moda del hoy inmediato. Tampoco se trata de construir ficticiamente una cultura local, sino de instalar esa cultura junto a otras donde el fenómeno de la dominancia pueda quedar sanamente descartado. Este asunto ha de ser un tópico fundamental para la escritura de una buena parte de las obras poéticas de todos nosotros y, en particular de los poetas de aquellos países que, como el mío, existen en la periferia, en el margen, en los extramuros de los centros del poder [12].
                                           El tema de las ciudades y la poesía es un asunto que aún no puede darse por terminado. Tanto en mi país como en todo el mundo, no me cabe duda que será materia de reflexión y escritura por muchos años más. Tal vez, lo más interesante no es preguntarnos por qué la poesía de hoy tiene su morada en el ámbito de la ciudad. El desafío mayor es comprender, leer y hasta imaginar cómo la poesía habrá de cambiar ese paisaje urbano para hacerlo mas habitable. La respuesta, estoy seguro, está en las propias palabras del poeta, en la construcción, en la crítica, en la afectividad, en la reflexión, en la apuesta de quien nunca está satisfecho con su experiencia vital. La poesía, me parece, no puede ser una afirmación vociferada, por el contrario, creo que la poesía ha de ser ese firme canto que celebra y especula, pero que, por sobre todo, pregunta.




NOTAS:

[1] Ponencia para el XX World Congress of Poets, Thessaloniki, Grecia, septiembre de 2000.

[2] Libro que ha sido bellísimamente musicalizado aquí en Grecia por el compositor Mikis Theodorakis.
[3] Sin olvidar, por supuesto, su aporte personal a la vanguardia que él mismo denominó como creacionismo y que para muchos críticos europeos corresponde al cubismo literario.
[4] Es importante señalar que existen otro notabilísimos poetas en esta generación que, de una u otra forma, también abordarán el tema de la ciudad como un eje central de sus poéticas. Me refiero especialmente a Miguel Arteche, Armando Uribe, David Rosenmann, Stella Díaz Varín y Jorge Teillier, entre otros.
[5] Es increíble constatar que en mi país surgen promociones poéticas cada diez años. Casi es imposible hablar de generaciones, pues desde los años sesenta hasta la actualidad, se han sucedido cientos de poetas agrupados más por décadas que por el antiguo concepto generacional.
[6] Sólo desde las décadas del 70 y 80, y luego de un gran esfuerzo de lingüistas y antropólogos tanto indígenas como no indígenas se ha logrado estandarizar la lengua mapudungún (del pueblo mapuche). Recién entonces se ha desarrollado –paralelamente a la rica y antigua tradición oral- la escritura de poetas mapuches tan notables como Elicura Chihuailaf, Leonel Lienlaf o Jaime Huenún, entre muchos otros.
[7] Sin olvidar las enseñanzas de la poesía concreta o de la obra de Francis Ponge, por ejemplo.
[8] Pienso en la idea de palimpsesto que Borges usaba para entender la intrincada red de influjos en un autor y de cómo su propia obra se “instala” en la tradición de su lengua, de su tiempo, de su género.
[9] Entendiendo como experiencia la experiencia vital y la experiencia literaria.
[10] Pienso en autores como Diego Maquieira, Teresa Calderón, Arturo Fontaine Talavera, Carlos Decap, José María Memet, Tomás Harris, Rodrigo Lira, Gonzalo Contreras, Carlos Cociña,  Armando Rubio y en mi propia obra.
[11] Jóvenes autores como Germán Carrasco, Alejandra Del Río, Javier Bello, Cristián Gómez, Germán Carrasco y otros que ya han ocupado un destacado espacio en la “geografía poética” de Chile.
[12] Y si hablo de poder me refiero concretamente a los peligrosos intentos de muchos por hacer prevalecer “su” idea de mundo por sobre todas las otras posibles.

"POESÍA Y PROSA DE MIGUEL ARTECHE" POR ANDRÉS MORALES


                                 La obra de Miguel Arteche [1] es, indudablemente, una de las más intensas entre las producidas en Chile por la generación del 50 [2]. Una escritura que agrupa poesía, narrativa y ensayo, pero que quizás es más conocida en su dimensión lírica y, desde luego, por sus extraordinarios textos referidos a la religiosidad. Pero la obra de este autor es muchísimo más rica y muchísimo más profunda que ese par de aspectos mencionados. Su poesía irrumpe como una recuperación de la tradición clásica pero desde la visión y la existencia del hombre contemporáneo, con sus dudas, sus conflictos, sus tragedias y alegrías. Su poesía apunta a Dios, pero sin caer en los cuestionables arrobamientos de muchos escritores contemporáneos; por el contrario, se funda, otra vez, en el presente más desgarrador o indiferente y en esa necesidad inmensa que el hombre actual siente (o cree sentir) por la divinidad. Por otra parte, la poesía artecheana está inserta en las grandes temáticas de la poesía de todos los tiempos y en los símbolos indispensables a los que apela toda lírica que pueda ser considerada entre aquellas que se inscriben en el espacio legítimo que va desde la tradición y hacia la vanguardia. Es una lírica con un pie en el pasado, que duda cabe, pero sabe salir, saltar y hasta volar hacia el hoy palpitante y el mañana inexplorado. Su obra encierra una multitud de secretos que se abren, poco a poco, para el lector fiel, avezado, sensible. Etiquetar su escritura, clasificar su estilo, enmarcar su temática no hace sino acrecentar la inmensa ceguera que gran parte de la academia tuvo, tiene y tendrá sobre la poesía chilena que habrá de leerse siglos más tarde [3].
                                               La presencia de la ciudad, la lectura de los clásicos y contemporáneos (ingleses, norteamericanos, españoles e hispanoamericanos), los símbolos de detención y movimiento, el peso de lo cotidiano, la fractura del tiempo, el sentimiento de pertenencia y huerfanía, la mirada desde la soledad de un mundo insensible, etc., son sólo algunas de las características que esta poesía puede  manifestar a aquel que traspase el prejuicio inmerecido que muchas veces pudo haber alejado a más de algún lector. Esta poesía vive en la plenitud más grande de la existencia, respira por todos sus poros y, más que eso, inquiere, descubre y hasta hiere en la transparencia del verbo que piensa, siente y dice.
                                               En el caso de la narrativa de este autor, me parece que la deuda es aún mayor.
                                              Nuevamente la idea de que un poeta es sobre todo eso, un poeta, y no le está permitido (o no puede por incapacidad) desarrollar otra escritura que no sea la del verso, ha desplazado la obra en prosa de Arteche. Varios premios a su haber (entre ellos ser novela finalista en el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral), demuestran que se trata de una producción no sólo digna, sino importante entre  las realizadas por su generación. Ironía, lirismo, agudeza y un dominio extraordinario del lenguaje hacen de esta narrativa un ámbito que exige su exploración y valoración inmediatas.
                                               De la obra ensayística se puede comentar una intensa lista de asuntos primordiales.
                                           En primer lugar, Arteche pertenece a ese escaso grupo de poetas chilenos (y pienso en Anguita, Lihn y unos pocos más) que ha reflexionado seriamente sobre el oficio de la escritura y, además, en torno a los misterios de un arte que no se puede delimitar con un par de frases o comentarios al uso o en desuso. En segundo lugar, su búsqueda apunta hacia la constitución de una “ética poética” que también – y por desgracia- ha sido muy pocas veces visitada por los autores nacionales [4]. Por último, este autor posee, como pocos en la tradición chilena, una clara idea de pertenencia y fidelidad a un entramado de voces y de marcas textuales que hacen que su escritura de reflexión esté permanentemente, en un fluido y sólido diálogo con otras tan lúcidas como las de Luis Cernuda, Gabriela Mistral o T. S. Eliot, por sólo nombrar a unos cuantos.
  
Una poesía entre dos mundos


                                               Como ya se ha dicho, la poesía de Miguel Arteche suele ser catalogada como “trascendental, metafísica, religiosa o existencial”. No se trata de descartar estas afirmaciones, pues, desde luego, ningún lector cuidadoso puede desechar estas “calas de lectura”.
                                   Lo interesante es la existencia de un segundo mundo en la obra de Arteche que lo vincula con todo lo anterior (Dios, el tiempo, la historia) y que puede pasar desapercibido ante los ojos de quien sólo busca semejantes tópicos. Me refiero esencialmente, a un mundo donde el autor se vincula con la cotidianidad, lo mínimo, los objetos  y personajes huérfanos o abandonados; con aquellos detalles, espacios, personas y cosas que suelen ser secundarios o no relevantes. Una bicicleta bajo la lluvia, una pelota de golf, una taza de café, un niño idiota o una pieza de ajedrez pueden ser la clave para ingresar en ese deslumbrante espacio que el hablante nos propone: contemplar al mundo desde la aparente futilidad de estos objetos y observar en ellos al mundo reflejado y desde ellos al mundo al que pertenecen. Ver como el hombre ha realizado esos objetos (poema “Golf”) para “materializarse” y alejarse de lo trascendente y/o divino; evidenciar la ternura, la historia, la anécdota de otro objeto (poema “La bicicleta”) que puede contar una historia y que trae al tiempo atrapado; o desesperar ante la imposibilidad de explicar la injusticia, el dolor, el aislamiento de una persona que no puede entender su propia condición de marginalidad (poema “El niño idiota”).
                                                        La magia de la poesía de Arteche está en conciliar los grandes temas de la poesía, la tradición endecasílaba, la forma acabada y perfecta del oficio, con una mirada desolada, a veces dulce, a veces amarga, sobre todo aquello que podría pensarse como innecesario. El poeta logra transmutar, elevar y hasta desdoblar estos objetos, personajes o situaciones para hallar su belleza intrínseca o para alzar la voz ante la injusticia de un mundo que desprecia todo aquello que no posee el brillante reflejo del protagonismo.
                                               Por otra parte, las situaciones de una vida fútil o vacía también son el escenario perfecto para que el hablante logre situar al lector entre un universo de promesa, de trascendencia, de fe, y otro de espantosa huida, ceguera y hasta desidia. Textos como “Golf” del libro Destierros y tinieblas[5], son la prueba de este contrapunto terrible entre dos mundos opuestos:


                                      El gallo trae la espina.
                                      La espina trae el ladrón.
                                      El ladrón la bofetada.
                                      Hora de sexta en el sol.

                                      Y el caballero hipnotiza
                                      una pelota de golf.
                                     
                                      Tiembla el huerto con la espada.
                                      A sangre tienen sabor
                                      las aguas que da el olivo.
                                      El gallo otra vez cantó.

                                      Y el caballero golpea
                                      una pelota de golf.

                                      ...

                                      Negro volumen de hieles.
                                      La lluvia del estertor.
                                      Ojos vacíos de esponja
                                      negra para su voz.
                                      Relámpago que el costado
                                      penetró.
                                      Cordillera del martillo
                                      que clavó.

                                      Vestiduras divididas

                                      por el puño del temblor.

                                      Se arrodilló el caballero
                                      por su pelota de golf. [6]


                                                        Este agraz poema de decir “mistraliano” (no se debe olvidar este antecedente en la obra de Arteche) puede considerarse como una de las obras maestras del autor. La denuncia frente al mundo de hoy –más preocupado del deporte, de la entretención, de lo fácil- y la espeluznante descripción del martirio de Jesús, crean una contraposición de enunciados que al chocar producen justamente el efecto que busca el poeta: contrastar la luz que vendrá después de la tiniebla de la muerte con la luz del campo de golf que solo deslumbra y nada promete. Ese hombre que se arrodilla frente a la pelota de golf (acto mayúsculo de herejía materialista) y ese otro Hombre que es traspasado por los clavos son, precisamente una de las representaciones que pueden apreciarse en la bipolaridad permanente en la poesía artecheana.
                                               Otro de los textos claves en la producción del autor es el poema “El café”, del ya citado Destierros y tinieblas. La oposición de mundos se da entre la soledad del hombre y la soledad de la taza de café. Es cierto que la atmósfera de tristeza “tiñe” a ambos opuestos, pero lo interesante es que el autor propone una mirada  después que el protagonista del poema ya se ha ido, cuando la muerte ha pasado, el río ya se ha llevado en su corriente al tiempo y el objeto, la taza, permanece con la carga de la melancolía y de lo que ya no está:


                            Sentado en el café cuentas el día,
                            el año, no sé qué, cuentas la taza
                            que bebes yerto; y en tu adiós, la casa
                            del ojo, muerta, sin color, vacía.

                            Sentado en el ayer la taza fría
                            se mueve y mueve, y en la luz escasa
                            la muerte en traje de francesa pasa
                            royendo, a solas, la melancolía.

                            Sentado en el café oyes el río
                            correr, correr, y el aletazo frío
                            de no sé qué: tal vez de ese momento.

                            Y en medio del café queda la taza
                            vacía, sola, y a través del asa
                            temblando el viento, nada más, el viento. [7]


                                                        El fluir del tiempo, (“sentado en el café”[...] “sentado en el ayer”), la imprecisión del mismo, la presencia de la muerte (que pasa “royendo la melancolía”) envuelve al texto de un misterio que lo atraviesa completamente. Ese espacio del misterio es, de alguna manera, el espacio poético exclusivo donde, otra vez, los enunciados entrechocan y consiguen evidenciar la oposición de mundos ya señalados.
                                                        Una de las virtudes insoslayables de esta poesía es la de atrapar al lector (no sólo con el ritmo, la versificación o el lenguaje). La seducción de las atmósferas y el delicado tejido de situaciones consiguen construir, junto a la utilización de tópicos, símbolos e imágenes, un ámbito de intimidad  donde el lector, gracias a un uso equilibrado de la metáfora y a una gran transparencia lingüística, puede detenerse, regresar o avanzar entre la emoción y la reflexión.


La realidad y los símbolos
                                                        
                                                        A la ya mencionada bipolaridad de mundos en la poesía artecheana [8], es necesario agregar otros “aparentes” opuestos que definen y destacan la arquitectura poética del autor: la constatación de la realidad y la fuga desde ésta hacia el espacio simbólico.
                                                        El mecanismo utilizado es similar al descrito en el acápite anterior (la transmigración desde lo concreto hacia lo inconcreto, desde lo real a lo trascendente, desde lo humano hacia lo divino). La diferencia estriba en que aquí el poeta opera desde una situación (una anécdota) aparentemente real para caer (o subir) a un espacio mítico donde los símbolos y lo irreal juegan un papel preponderante, aunque no anulen, sino que complementen, el sentido final del texto.
                                                        El apoyo en tópicos (u obsesiones) o símbolos es determinante. A partir de éstos es que el hablante logra configurar un escenario donde la realidad es rebasada por las connotaciones y significados que ellos atraen. Cosas tan comunes como una casa, la lluvia, un río o la noche, adquieren una dimensión distinta cuando se les asocia a la interpretación tradicional e histórica que todo símbolo posee.
                                                        Tal vez uno de los mejores ejemplos sobre este problema lo constituya el poema “El agua” (otra obra maestra del poeta que ha sido traducida a varios idiomas). En él, tal como señala Hugo Montes [9], es posible vislumbrar un viaje “místico” donde la esperanza vence al tiempo. Por otra parte, es interesante observar la oposición de mundos que se emplaza desde el principio y cómo el agua (un símbolo de cambio, de renovación y también de origen[10]) “limpia” las heridas del pasado para posibilitar la asunción del presente con la purificación del tiempo [11]:


                                      A medianoche desperté.
                                      Toda la casa navegaba.
                                      Era la lluvia con la lluvia
                                      de la postrera madrugada.

                                      Toda la casa era silencio,
                                      y eran silencio las montañas
                                      de aquella noche. No se oía
                                      sino caer el agua.

                                      Me vi despierto a medianoche
                                      buscando a tientas la ventana;
                                      pero en la casa y sobre el mundo
                                      no había hermanos, madre, nada.

                                      ...

                                      Nadie me dijo que saliera.
                                      Nadie me dijo que me entrara,
                                      y adentro, adentro de mí mismo
                                      me retiré: toda la casa

                                      me vio en el tiempo que yo fui,
                                      y en el seré la vi lejana,
                                      y ya no pude reclinar
                                      mi juventud sobre la almohada.

                                      A medianoche me busqué
                                      mientras la casa navegaba.
                                      Y sobre el mundo no se oyó
                                      sino caer el agua. [12]



                                                        Las inquietudes  y temores del desasosegado hablante que despierta a medianoche, desaparecen en este “diluvio” donde el agua hace navegar a las épocas idas (en su fluir, en su caer transcurre el tiempo) y ese mismo símbolo heraclíteo que hizo esfumarse (o ahogar) el pasado, se transforma en el gran símbolo de principio (origen) y fin (muerte) donde el poeta establece un ámbito irreal en el que la esperanza puede asumir la idea total del texto.
                                                        Independientemente de los esfuerzos ya realizados por ahondar en las claves poéticas de Arteche, esta poesía permanece como un territorio aún por descubrir en muchos de sus aspectos. Un estudio cabal de esta parte de la obra artecheana deberá surgir para así develar con entusiasmo otras parcelas de una lírica extremadamente rica y llena de hitos fundamentales para la comprensión de una parte sustancial de la sensibilidad poética chilena del siglo veinte.


Prosa de creación y prosa de reflexión

                                
                                                        Para acceder mínimamente a la obra de Miguel Arteche es necesario complementar la lectura de su poesía con su prosa de creación (o ficción) y su prosa de reflexión (o ensayística).
                                                        Tal vez se trate de la parte menos conocida de su producción, pero no por eso menos interesante y, tampoco, menos prolífica: cuatro novelas (La otra orilla, de 1964; El Cristo hueco,  1969; La disparatada vida de Félix Palissa, 1975 y El alfil negro, inédito, escrito en 1984), dos volúmenes de cuentos (Mapas del otro mundo, de 1977 y Las naranjas del silencio de 1987) más al menos una treintena de ensayos [13] configuran esta zona casi desconocida de la obra del autor.
                                                        De su prosa de creación pueden señalarse varias características que aparecen ante una lectura atenta.
                                                        En primer lugar, la capacidad del autor para integrar el universo puramente narrativo (la historia, la anécdota, el diálogo) con el universo poético. En Fillo de Rucamanqui  es posible vislumbrar la historia (la fábula) con absoluta transparencia, pero si se estudian las atmósferas, el lenguaje, las descripciones, etc., se apreciará que, en todo momento, existe un atractivo lirismo que complementa ricamente el argumento del relato. En segundo lugar, es imprescindible anotar la fluidez de la narración. Podría pensarse que, al incrementar lo poético, el ritmo del texto decrecería o, peor, se detendría. Por el contrario, el autor sabe imprimirle una tensión narrativa que apunta a la atenta continuidad de la historia. Por último, una característica de casi toda la prosa del poeta es la voluntad de introducir el humor, la ironía y el sarcasmo en algunos pasajes de la narración.
                                                          Esta particularidad, precisamente, será la tónica de los dos fragmentos de La disparatada vida de Félix Palissa que se incluyen en esta selección. El autor ha decidido darles un carácter autónomo (y está claro que pueden leerse como relatos separados) que subraya su aguda ironía sobre la profesión de periodista (El periodista de otros años) o en torno a la vacua erudición de los aprendices de intelectuales (Discurso en un congreso de ornitólogos). La utilización del humor es un aspecto muy interesante (ante tanta solemnidad nacional) que debe ser destacado entre los narradores de su generación. Arteche atrapa al lector entre la carcajada y la aguda observación (y crítica) sobre la sociedad que describe. El humor está siempre al servicio de la inteligente apostilla que pretende despertar al lector y focalizarlo en un asunto, una situación o un personaje que encarna el objeto de la crítica donde el narrador, incansablemente, se concentra para manifestar los males que quiere evidenciar.
                                                        Sobre la prosa de reflexión hay que subrayar lo que anteriormente se afirmaba: Arteche es uno de los pocos poetas chilenos (y escritores chilenos) que avanza desde el terreno de la creación hacia el terreno del pensamiento. Su obra ensayística confirma a un autor que, siempre inquieto, busca reflexionar sobre los problemas que plantea la propia escritura. Tampoco estarán ajenos aquí, en ocasiones, el sarcasmo o la ironía. Su utilización buscará mostrar (en la exageración o en lo ridículo) los vicios de una élite intelectual que abandona temas y problemas que deberían ser materia de su discusión y análisis.
                                                        Pero existe una permanente intención por profundizar en asuntos que atañen al oficio poético y a las particularidades que éste ha revestido en las obras de otros autores. Gabriela Mistral, Dámaso Alonso, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Alfonso Calderón o Carlos Droguett, serán algunos de los escritores en los que Miguel Arteche indagará acuciosamente. No se trata de “comentar” las características del estilo de uno u otro, sino de observar, describir, comprobar (en una suerte de espejo cómplice) aquellas búsquedas y encuentros que estos autores han tenido a la hora de componer sus obras. Arteche, más que un erudito que intenta demostrar un aspecto oscuro o desconocido en tal o cual obra de un poeta o narrador, es un artista que reconoce, persigue y explora aquellas claves que transformaron el lenguaje común en lenguaje poético, una anécdota vulgar en un atmósfera lírica, un objeto olvidado en una deslumbrante metáfora.
                                                        Independientemente de este “reconocimiento” o de estos “encuentros”, la obra ensayística artecheana tiene como sello característico establecer su propia poética. Sin constituir manifiestos ni proclamas (de las cuales el autor después podría arrepentirse), hay una voluntad por dejar en claro determinados principios que constituyen parte de las “marcas” que configuran el estilo de su escritura. La mayoría de estos ensayos apuntan justamente al oficio poético y develan aquellos principios irrenunciables que el autor practica constantemente en su poesía. Básicamente, pueden resumirse en la necesidad de un paciente y meticuloso oficio, en la indispensable condición de construir una imagen poética clara y reveladora y en la búsqueda por dotar al texto de contenidos intensos que huyan de lo vulgar y apelen al mundo intrínseco que el poeta debe descubrir.
                                                        La prosa ensayística de este autor debe aquilatarse como un complemento indispensable en la lectura de su obra poética y, también (aunque en menor medida), narrativa. Cualquier lector que pretenda penetrar en el mundo artecheano sin conocerla, olvidará que una condición fundamental para comprender el pensamiento y las orientaciones de su obra, es recorrer atentamente los tópicos y preocupaciones que confluyen tautológicamente con su escritura creativa.


NOTAS:

[1] Prólogo a Poesía y Prosa de Miguel Arteche. Editorial Universitaria. Santiago de Chile, 2000.
[2] Conocida también como generación de 1957.
[3] El caso de Arteche no es el único que puede considerarse como mal estudiado o mal abordado por la crítica académica. Sólo por citar, menciono la obra de Enrique Lihn, Humberto Díaz Casanueva, Rosamel Del Valle, Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Jorge Cáceres y del mismo Pablo de Rokha que, salvo notabilísimas excepciones, han merecido el desprecio, el silencio o la indiferencia de la mayoría de los estudiosos de la poesía chilena.
[4] Una vez más pienso en Eduardo Anguita como otro de los ejemplos a citar. Vid. Morales, Andrés. Prólogo a Anguitología de Eduardo Anguita. Editorial Universitaria. Santiago de Chile, 1999. En las generaciones posteriores sólo Juan Luis Martínez puede ser señalado como uno de los extraños casos de poetas chilenos que reflexionan en torno a este tema
[5] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblas. Editorial Rumbos. Santiago de Chile, 1995 (Tercera Edición).
[6] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblas. Op. Cit., pp. 48-49.
[7] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblas. Op. Cit. p. 50.
[8] En Arteche. Fuga a dos voces (Ediciones de la Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 1987), su autor, Jaime Blume Sánchez señala muy acertadamente esta “polaridad y tensiones” en la obra del poeta.
[9] Montes, Hugo. Miguel Arteche. En Ensayos Estilísticos. Editorial Gredos. Madrid, 1975, pp. 154-167.
[10] Sobre los alcances del agua como símbolo en la obra de este autor, véase el excelente estudio de la poeta y académica Alejandra Basualto, Simbología del agua en la poesía de Miguel Arteche. Tesis para optar al grado de Licenciado en Literatura. Departamento de Literatura, Facultad de Filosofía y Humanidades. Universidad de Chile. Santiago de Chile, 1984.
[11] En este punto es interesante mencionar la aguda observación de Mircea Eliade quien señala: “El templo griego se llama naos, néôs –como la barca-. Meditar sobre esta imagen: El Templo, es decir, la sacralidad expresada en volúmenes, está concebido como un navío. Gracias al cual se puede viajar (evidentemente hacia el Cielo, en el Cielo), se pueden atravesar las aguas (=el no-ser, las tinieblas, el caos, etc.). La idea de que la travesía perfecta no puede efectuarse más que en un “navío”, es decir, en una “forma cerrada” que protege de la degradación, de la dispersión, de la disolución (disolución en las Aguas)”. En Eliade, Mircea. Fragmentos de un diario. Editorial Espasa-Calpe. Madrid, 1979, p.142 (“11 de enero de 1955”). Increíblemente, pareciera que Eliade hubiese leído el poema de Arteche: la casa (el navío, la “forma cerrada”), el viaje (la travesía) y las aguas consiguen una interpretación casi detallada del texto.
[12] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblas. Op. Cit., p. 89.
[13] Donde no se cuentan los artículos y notas aparecidos en periódicos que, al día de hoy, suman más de trescientos.